ASI SOY

Díscolo demasiadas veces, intento suplirlo con ciertas rachas en ser competitivo y eficiente, teniendo un estilo muy sevillano. Siguiendo con el carácter de mi tierra, se me da tan bien ser despreocupado, como responsable, aunque me aplique más en lo primero. Sin embargo, mi disconformidad, provoca que no me gusten los límites, y me aplico en que se superen, tanto los míos, como los sociales. A veces de modo alocado, otras, responsablemente (creo).

miércoles, 4 de mayo de 2011

LA REJA SEVILLANA

               Tiene la reja sevillana una dorada leyenda de pasión y el atractivo denominador de un poderoso encanto. Es deleite de los sentidos y asombro y maravilla del espíritu.
                Cerrada, la fantasía forja alrededor de sus calados hierros y de sus cristales bruñidos por un beso de luz, mil divinas quimeras; abierta, es perpetuo trono de hermosura, manantial de ansias, raudal de ilusiones, semilla de alegría, jardín de ensueños, palpitar de suspiros, crujir de labios, rozar de alientos, temblor de manos acariciantes, fulgor de ojos negros que brillan acerados como hojas de puñales, fragua viva de cuyo lecho  de rubíes se levanta, con todo el imputo salvaje de su ceguera loca, el terrible fantasma de los celos.
                La reja florida subyuga y atrae porque entre laberinto de sus geranios, jazmines, claveles y albahacas, se adivina la rosa fragante de una cara femenina; la reja sin flores, silenciosa ante los visillo impenetrables, muda frente a la blanca celosía magnetiza y abstrae, porque evoca la visión de los claustros de conventos con sus celdas calladas, como nichos de cementerios, el arrobo místico de las monjas en oración, el clamor de la piedad y el del sacrificio que asciende del coro, la solemne quietud del templo y la dura penitencia de los cilicios, tortura de la carne donde se aviva el ansia del pecado; porque recuerda las estancias voluptuosas de los harenes, lugares de molicie y placer, perfumados altares de sensualismo, sin ritos ni sombras, con sol y perfumes, aliento de jardines, rumor de surtidores y hervir de espumas en las dichosas aguas que sienten la mansa posesión de las blancas turgencias; porque rememora los días en que fue intermediaria de las exaltadas obsesiones de los fanatismos y acreditó el supremo poder del amor, mas fuerte que los hierros, mas sagaz que todas las previsiones, mas fervoroso que la religión misma, mas grande que todas las grandezas humanas.
                Ha sido ahí, en ara de esas rejas famosas, donde mayor número de sentimentales desposorios  ha hecho el romanticismo y donde mas himnos de inmortalidad  ha escrito el amor
                Cárcel de los mágicos cuerpos femeninos, siempre tiene la piedad de un espacio para que las bocas anhelantes sellen con el rojo lacre de un beso ardiente, los mas firmes pactos; tortura cruel para la vehemencia y los afanes es el incentivo mayor de las pasiones y el mejor alimento de la esperanza.
                Estas rejas podían figurar como un símbolo de la vida. A través de sus hierros,  como la existencia a través de su cadena interminable de horas, ven pasar todos los dolores y todas las alegrías. Dolores y alegrías que van trabajando el ánimo desde la juventud hasta la vejez, como si fuesen la sombra obligada de nuestro propio cuerpo, como un contraste fatalmente necesario,  tormento del alma, grotesco mohín del destino que nos va preparando con pérfida lentitud para ese otro contaste terrible, que empieza con colores de nacimiento y termina con blanca frialdad de la mortaja.
                Es las amadas rejas de Sevilla ríe el amor, lloran los desengaños,  matan los celos. Como dicen los labios madrigales, escriben epitafios las navajas. Son lindas y fuertes, altivas y humildes, cariñosas y trágicas.
                A la caída de la tarde, cuando los horizontes se enjoyan de ópalo y la brisa pasa a ras de piel con suavidades de terciopelo y el sol agoniza el en blando reposo de un lecho de nubes y los azahares saturan el ambiente de su perfume adormecedor y lujuriantes y las sombras van naciendo de las negras entraña de la noche, amanece en las ventanas la aurora sonriente de una cara de mujer.
                Ya espera el mocito gentil y garboso, flamenco bajo su capa de bordadas cenefas, pinturero con su alto pantalón ceñido y su ancho sombrero de redondas alas. Entonces comienza la eterna sinfonía. Chocan las palabras con las rosas, van los deseos muy a flor de labios, suben los afanes desde lo más hondo del corazón. No se cambian las conversaciones sin su adorno de suspiros y sus estremecimientos de mutuas ansiedades. Es propicia la ocasión; testigo la soledad, heraldo el silencio, cómplice la noche apacible, estimulo el céfiro sutil que cosquillea en la piel… Desde el oscuro fondo avanza paulatinamente, como atraída por el brujo magnetismo, la cabeza admirable de la bella. Sobre la blancura del mágico óvalo, destaca el brillo calenturiento de la mirada; es una maraña de seda el pelo que ahoga en sus revueltas ondas el aroma lacerante de la roja diadema de claveles; es como un rebullir de palomas la palpitación acelerada de los senos vírgenes; es como una herida fresca el prodigio carmesí de su boca; son como dos suaves magnolias sus manos de imagen… Avanza, avanza sugestionada por el cariñoso hablar del mocito conquistador. Entre promesa, suspiro y juramento, va tejiéndose un rico tapiz de palabras que mientras suenan en el aire repican en el arca del pecho, que es cantera de ilusiones y cementerio de desengaños.
                Llega la divina cabeza a sentir el frio de los hierros, y el farol titilante, que parece dormir en su urna de cristal, alarga la llama amarilla y pone sobre el nácar de las carnes un fulgor de oro. Suena, largo, interminable, apasionado, febril, un beso en la noche. Después un adiós como un sollozo; pasos rítmicos, luego, de un hombre que se aleja; el revolar de una capa al volver la solitaria esquina y dos miradas que se encuentran en un cruel ¡hasta mañana!
                Las hoja se cierran reflejando el argénteo brillar de la luna preso en sus cristales. Guardan las flores en sus corolas la ternura del presenciado idilio y a dormir.
                Mañana una vieja murmuradora y vigilante, contará en el barrio, entre ironías y cuchufletas, el madrigal de la reja florida.
                Fue ella el único testigo desde su ventanilla, que tiene, a falta de maceta, un latoncito sembrado de albahaca, por todo adorno la jaula vacía de un grillo, por toda defensa dos hierros trabados en forma de cruz, para que el diablo no entre a llevársela, y por historia y ascendencia el mismo candil chisporroteador  y grasiento que alúmbrala la  famosa estocada de Don Pedro El Cruel.
                Pero el encono imprudente de la vieja murmuradora y vigilante, no logrará cerrar las ventanas floridas,  ni acabar con los felices coloquios, ni con los besos apasionados.

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