ASI SOY

Díscolo demasiadas veces, intento suplirlo con ciertas rachas en ser competitivo y eficiente, teniendo un estilo muy sevillano. Siguiendo con el carácter de mi tierra, se me da tan bien ser despreocupado, como responsable, aunque me aplique más en lo primero. Sin embargo, mi disconformidad, provoca que no me gusten los límites, y me aplico en que se superen, tanto los míos, como los sociales. A veces de modo alocado, otras, responsablemente (creo).

viernes, 6 de mayo de 2011

EN BUSCA DE LA GLORIA

                                                                      ¿Qué me dices?
-          Lo que oyes. ¡Ya estaba yo harto!. La gente se me venía encima con cuchufleta y yo, ¡ya tu ves!, me tenía que aguantá pa no ponerme a malas con el público. ¡Pero mañana!...¡Ya verán mañana lo que vale en el terreno Joselito Perales (a) El Apetito.
-          ¡ Y que lo digas! ¡Yo estoy contigo!
-          Que te muera tú, que eres el amigo que yo mas quiero…
-          Oye, ¿por qué no pones el ejemplo contigo mesmo?
-          Me da iguá, hombre. Si yo soy capá de apostá hasta mi mujé, a que como me ponga un toro claro, boyante y gueno, sube El Apetito mas que la má.
-          M`alegraré que te sarga gueno ese animalito.
-          Gracias, Curro.
-          Asina le dará conciencia de jacerte daño.
-          ¡Que ma jasé daño!. Si acude bien ar trapo…. ¡Dios mio de mi arma!. Me veo por la calle de la Sierpes jecho un marqué: con un pantalón blanco mu torero y mu ceñio, un chaleco verde, como er de maestro, cortito y macareno, y una chaqueta asú, y una corbata colorá, y un sombrero marrón, y unas botas amarillas claras…
-          ¡Para er carro, chiquillo! ¿No te tomaran por el arco iri o tar vé por un loro con sombrero ancho?
-          Que me tomen po lo que quieran. ¡Bastante se me va a importá a mi!. ¡Lo que quea que rabiá! ¡ ¡ Envidiosos ¡ Y yo mientras jecho una carcomanía, según voy a di de paquete y pinturero, solicitao por las mujeres, gorviendo locas a las marquesas, a las condesas y hasta a las principesas; con los empresarios a patá, los billetes a montones y los briyantes..¡ Sin brillante va a di er nene ¡ ¡ hasta en los carzoncillos blancos voy a llevar briyantes ¡ … ¡ Ay, Curro de mi arma, que me sarga un toro… y a la gloria!.
-          ¡Gueno, hombre gueno! ¡No te pongas así! ¡Yo te creo! ¡Tu sabes que yo te creo! ¡Pero vamos, a la gloria!....
-          ¡De la primera!
-          De la primera ya te contentarás con llega a las nubes…. ¡Que vas a llegá!

La conversación siguió con sus naturales derroteros. Curro, alto y cenceño, escondiendo la malicia de sus cincuenta y seis años que le brillaba en los ojos inquietos, detrás de sus blancas patillas bandoleras, echaba sobre los entusiamos de Joselito Perales, El Apetito, la ducha de agua fría de sus comentarios zumbones.
-          Gueno – siguió- ¿y como te las has arreglao? ¿Qué les ha dicho ar maestro Maoliyo El Espartero?
-          ¡Las cosas! Que no me pué negá, seño Curro, que aonde menos lo piensa sarta la liebre.
-          Ya será en tu cabeza – que dijo el otro.
-          Pos que iba aburrió, renegando de mi perra suerte, y sin sabé que camino tomá, cuando me tropieso en la calle con er señó Manué, er chalán, que estba componiendo ar só unos pantalones donde tó eran remiendo y er mayó tamaño que un duro.
-          ¿Qué hay de nuevo? – le pregunté- El hilo –me contestó- y era verdá, porque lo demá era ma viejo que Noé. Tu lo que debe de jasé –me dijo-  es hablá ar señó Manué, y si quiés toreá a escape pídeselo por su pobresita tía que está en er sielo, porque quería tanto, tanto a la infelí señora, que no niega ná que en su nombre le pia.
-          Y fui, y se lo dije. Y.. ¡camará! Se puso mu serio, se quitó er sombrero y me dijo, mirándome mu parao: -Aprepara er vestio y la cuadrilla que er domingo atoreas. ¡Y er domingo es mañana!... y yá lo sabe usté tó y bendita sea la hora en que se murió la pobresita tía der Espartero, porque si no se le ocurre morirse, er que estira la pata de jambre es e hijo de mi mare.

    Arde la plaza en bullicio y entusiasmo. Por las grandísimas gradas del tendido se estrujan los mocitos ternes y las hembras de rumbo. Los mantones bordados enseñan la policromía de sus dibujos sobre los bustos turgentes, las caderas tembladoras marcan el dulce ritmo de un andar suave y acompasado, y bajo el marco, blanco y sedoso de la mantilla española, brillan los fulgores de soles ardientes los negros ojos agarenos.
   Reluce el vino dorado de la caña cristalina, los vendedores atruenan el espacio con sus gritos, al sonar de la charanga alegre los lidiadores pasean sus cuerpos garbosos encerrados en la bordada seda de los capotes y el oro refulgente de sus vestidos, y cuando el clarín domina el tumulto de voces, anunciando la salida del primer toro, callan las promesas en las bocas novias, el amor abre un paréntesis a sus juramentos, se moderan las ansias, se acallan los deseos, el cantar se recoge en las gargantas vibradoras, la respiración se suspende un momento y sobre el concurso bullangero y endomingado impera el silencio y esplende el sol vestido de todas sus galas, presidiendo esta gran fiesta española del valor y de la alegría.
   En un sillón de barrera el señor Curro asistía al espectáculo, Espartero desde el palco, esperaba las proezas de su recomendado. Y en el ruedo, El Apetito pasaba las grandes fatigas para entendérsela con aquel bicho grandote, cornalón y malintencionado que le había deparado la mala suerte.
   El señor Curro desde su asiento gritaba:
-          ¡Joselitooo! ¡Joselitooo!
-          ¿Qué quié usté, hombre? – le respondía este malhumorado-.
-          ¡A vé los hombres!
-          Señó Curro de mi arma, si tiene los demonios en er cuerpo. Si este animalito sabe jasta latín.
   Una, dos, tres, cien veces, el pobre Apetito fue enganchado. Zarandeado y volteado por su enemigo.
   El miedo, pánico totalmente, se había apoderado del torero, que loco, desorientado, no sabía si acudir a las zapatillas, que se le caían, o a la faja, que le colgaba de la cintura, o a los denuestos que el público, enardecido, le prodigaba.
   En estas circunstancias, y en el estado lastimosos en que el lidiador se veía, sonó imperiosamente el clarín, anunciando que había llegado la hora de dar muerte al toro. Al Apetito le pareció aquello las trompetas del Apocalipsis.
   Desvaído, sin aliento, arrugadas las medias que antes reflejaban la luz firmemente estiradas sobre la pierna nerviosa, el pobre Joselito cogió el estoque y la muleta con los mismos ánimos que si fuera al patíbulo.
   Brindó al presidente, y al volverse para buscar al toro, le vió retador y mugiente, hiriendo la arena con las pezuñas.
   Dio algunos pasos hacia el animal; pero de pronto cambió de intención y con ella el rumbo, y dirigiéndose al sitio donde estaba el Espartero le preguntón con voz demudada.
-          ¡Señó Manué! ¡Maestro! ¡Señó Espartero!
-          ¿Qué pasa hombre, que pasa? – respondió este, brusco -.
   Y el pobre Joselito Perales, con voz cavernosa, de ultratumba, en la que vibraban todos los acentos del terror, le dijo, como en un ancho suspiro de despedida:
-          ¿Qué si quié usté argo pa su pobresita tía…?

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